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Alto Alberdi?

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Gracias a Tomás lo estoy contando

En la vida ocurren cosa que hacen a nuestra historia, uno va recogiendo los acontecimientos de uno en uno y sin daros cuenta al pasar los años algunos se transforman en hechos importantes, los que vamos guardando en nuestro recuerdo; este es uno de tantos pero trascendental ya que sino fuese por el grito de Tomás “PAREEE”, mi relato no estaría con Ustedes.

Verdaderamente como dice mi amigo Daniel, las raíces que me unen con este primo del cariño son  tan fuertes, que creo han superado a los vínculos de hermanos. Nuestros padres Nena Estévez con Tristán Ríos Gómez y Nélida D´Elia con César Leone, mis viejos, tenían una relación muy estrecha nacida de nuestras madres, las que fueran vecinas desde muy chicas.  Recuerdo que las navidades desde siempre las pasábamos todos juntos, y en las tardes nuestras madres se juntaban a realizar labores de costura, habilidades con las que producían frutos de ayuda económica.

Dada esta relación de nuestros padres,  nosotros que éramos cinco inseparables, monolíticos en nuestras aventuras, solíamos organizar todo tipo de programas desde ir al cine Select como también llegarnos a un barrio vecino para disputar un partido al futbol con una barra amiga.

Para el tiempo del relato yo tendría unos nueve años y Tomás el mayor del grupo, unos quince,  era verano y el calor se tornaba insoportable, alguno de los amigos se había anoticiado, quizá por medio de algún pariente, que en la pileta del barrio militar nos permitirían bañarnos, por lo que para allá partimos.

Era normal que a los hermanos mayores le encargaran la seguridad de los más chicos, cuida a tu hermano, no se separen, vayan con prudencia, y todas las cosas que se pueden imaginar, hasta allá nos trasladamos en el ómnibus de la línea “E” que en su recorrido entraba al barrio militar, allá por el tropezón.  Estos colectivos de líneas independientes con estructuras de  cooperativas, no tenían unidades desarrolladas para esta función, se partía de chasis de camiones Ford ó Chevrolet, a los que carrozaban en forma económica, Esa tarde nos divertimos como locos, recuerdo que los dedos se nos arrugaban de tanto estar en el agua, y cuando ya era tiempo de volver, levantamos los bártulos y nos aprestamos a esperar el ómnibus, cuando este se detiene, lo hace algunos metros delante, por lo que debimos corren para alcanzarlo, como una tropilla subimos a los primeros escalones al tiempo que escucho a Eduardo mi Hermano, que dice ¡espere, se me cayo el sombrero! y corre a buscarlo, mientras que el chofer dice Yo no te espero y arranca su mancha; al darme cuenta que Eduardo se había quedado, sin pensar me escabullo entre los brazos de los que estaban aún en el estribo y me bajo del colectivo, sin tener en cuenta que este ya estaba en marcha.

Aquel móvil de la línea “E” era el número diez, dato que recordaremos por el resto de nuestras vidas, lo cierto es que al tomar contacto con el pavimento y el cemento de la banquina pierdo el equilibrio y comienzo a rodar, por supuesto al lado del colectivo, Tomás que estaba parado el último escalón del estribo y  tomado de las manijas exteriores advierte esta situación con un grito imperativo de “PAREeeee” moviliza al chofer y este frena de golpe. Claro los frenos en estos años no respondían rápidamente, por lo que tomaban algunos metros para detenerse,  cuando el colectivo paró estaba yo debajo del ómnibus, al querer salir  giré la cabeza y vi las ruedas duales a un par de centímetros, aún veo aquellas dos ruedas a punto de aplastarme, fuertes marcas tenía en mi espalda pues ya habías sufrido la presión de las ruedas traseras al rozarme, en ese rodar en que estaba inmerso.

Cuando pude salir de debajo del ómnibus llegaba mi Hermano corriendo  y Tomás me estaba ayudando a levantarme.
Recuerdo que cuando subí al colectivo una señora me ofreció el asiento pero enseñado a ofrecerlo al los mayores no quise sentarme, pero al instante se me aflojaron las piernas del cagaso y no tuve más remedio que aceptarlo. El aire ventoso que entraba por la puerta siempre abierta, me ayudó a recuperarme y cuando estuvimos en Alto Alberdi, ya estaba mejor.

Se nos hacía difícil explicarle a la vieja lo ocurrido, la falla sería de mi hermano, ¡no me había cuidado!, en julepe nos hizo buscar otra alternativa, entonce decidimos ver primero a la Tía Nena, donde esperábamos apaciguar los ánimos.

La Tía estaba cociendo y se alarmó como es lógico, de inmediato trajo una palangana para lavarme las heridas, el tobillo que  había rosado en el cemento de la calle, mostraba unos hilitos blancos como deshilachados y mientras me lavaba decía la Tía, ¡a estos los voy a cortar!, la Tía Carmen Migues que estaba de visita, le dice Nenita, mejor que ¡no! no sabemos que es, claro estaban a la vista los tendones, ¡nada menos!

Luego de las primeras curaciones, me llevó a casa y para suavizar las cosas le dijo a la vieja que me había caído en la bicicleta; dado el estado calamitoso que mostraba y las marcas en mi espalda, no creyó esta historia y me llevó al hospital de urgencias, en la calle Santa Rosa y allí me cocieron las heridas y me realizaron varios estudios, verificando que no había otros daños ocultos.

Así terminó aquella historia que gracias a Tomás la estoy contando.

Rodolfo